Por
Jabond
Justina era de una aristocrática familia de Buenos Aires de fines
del Siglo XIX. Como toda mujer de clase alta desde muy niña fue educada por
institutrices, quienes preparaban desde pequeñas a las mujeres para en un
futuro ser excelentes esposas a cargo de las tareas del hogar y el cuidado de
los niños. Aunque, en esa época, producto de las ideas de la ilustración, en
las clases altas, quienes delegaban en los criados las tareas domésticas, se
acompañaba dicha preparación con una formación intelectual y cultural acorde al
status social. Por tal motivo, a las tareas del hogar ( mas bien el
ordenamiento de los criados) se les solía acompañar el aprendizaje de
instrumentos musicales(como el piano) y el francés, entre otros aspectos. Una
formación realmente estricta pautada cronológicamente, en donde cada hora del
día estaba dirigida a una tarea. A determinada
hora tenía que estar lista para el desayuno, luego para las clases de piano,
después la lectura, un tiempo de descanso y así con el resto de las tareas, día
a día, mes a mes y año a año hasta convertirse en una mujer y casarse con algún
hombre a la altura de dicha clase social.
Sin embargo, Justina ante tan predecible final, con un espíritu
rebelde y libre que emanaba de su vitalidad, solía resistirse a cumplir dichas
tareas o en todo caso abocarse solamente a las que a ella le gustaba: como la
lectura y los universos que aquellos libros abrían a su imaginación. Algo, muy
resistido por su madre aunque alimentado por su padre quien, a escondidas, le
hacía llegar alguna novela de Julio Verne o revista científica de aquellos años.
Lo que más de una vez le significó que su esposa no le dirigiera la palabra por
días, nada personal si no que era lo que consideraban que era lo mejor para su
hija.
Fue
así, que una noche a escondidas de su madre, cuando algo inesperado ocurrió, ya
que por esas cosas de la vida leyendo dichas revistas encontró en un pequeño apartado
que existían cursos de literatura en Paris, mas específicamente en la Universidad
de La Sorbona. Algo que, desde que lo leyó, no le permitió sacarlo de su mente
y ya siendo una señorita lo llevo a sus padres, lo cual genero un revuelo en
toda la familia y el rechazo absoluto a la propuesta e incluso semanas en donde
no hubo palabra entre padres e hija.
Situación que buscó desalentar las ideas de Justina sobre el viaje,
cuestión que actuó de manera contraria. Ya que, la negativa, fomentó las ganas
de hacer ese viaje en Justina. Esto generó el uso de todos los medios de su
imaginación para insistir sobre el viaje a Paris, incluso llegar a escribir
papelitos en todas las paredes y puertas de la casa pidiendo por el viaje.
Esta situación duró varios días hasta que, finalmente, cansados de tanta
insistencia sus padres terminaron cediendo ante Justina pero, con una condición
que después de que finalizara el viaje a Francia, sin chistar, regresaría a
casa y continuaría con sus preparativos hogareños. Algo que fue entendido por
la joven que, aunque ella no supiera quien, posiblemente tuviera un pretendiente,
un esposo, y su matrimonio se concretaría a retorno. De todas formas, estaba
feliz por haber logrado el viaje.
Es así que una mañana de febrero con una densa niebla, de esas que
luego abren paso a un día soleado, Justina partió en barco a Francia. Allí se embelleció
con la Belle Epoc, los círculos de escritores,
la Torre Iffel, la majestuosidad del Louvre con su cuadros, sus laberintos de
enredaderas, fuentes, estatuas y el
encanto que ofrecía el Paris de principios del Siglo XX.
Sin embargo, mas allá de la majestuosidad de aquella Paris y de los
paseos e incluso de las amistades que pudo generar en el campus, nunca pudo
superar cierta nostalgia, desapego entre los afectos, o la distancia del hogar en
Argentina. Nunca entendió el por qué si era el frio trato de los compañeros, el
destino que inconscientemente la esperaba, extrañar a sus padres y hermanos, o
qué pero había una falta que no podía quitarse. Hasta que una un día eso
cambio.
Una tarde en los bazares que se encuentran alejados del Palacio del
Louvre cerca de las ruinas de la Bastilla, recorriendo un almacén lleno de
objetos extraños traídos del oriente, se
encontró con un pasillo lleno de estatuas de un color blanco brilloso. El
blanquecino de las estatuas y la perfección del tallado la dejó hipnotizada,
aquellas figuras de mármol parecían personas reales ordenadamente puesta en
fila, cada una era de un tallado casi real hasta que se detuvo a ver
detenidamente una estatua. Algo le llamo la atención, quizás su realismo o el
brillo, pero lo que no se esperó es que esta le hablase, cuestión que le genero
un susto que, grito mediante, la hizo caer sentada en el piso. ¡Una estatua
viviente!, que era eso, bueno no necesariamente.
En realidad, se trataba de Matilde, una joven Parisina que le tendió
una broma a Justina y que nunca imaginó el tamaño el susto que logró asestarle.
Aunque, rápidamente pero riéndose y pidiéndole disculpas, la ayudo a levantarse.
Si bien, esta broma no le agrado para nada a Justina, ella acepto sus disculpas
y luego de algunos encontronazos iniciaron una agradable charla que fue el
inicio de una gran amistad. Tal fue así que prácticamente todas las tardes
después de los estudios Justina se dirigía al bazar a encontrarse con Matilde. Con
ella fue conociendo cada uno de los rincones de la ciudad, no había plaza o
rotonda que se les escapara, aunque lo que siempre le llamo la atención después
de un tiempo es que, mas allá del recorrido, siempre era el mismo punto de
encuentro. Algo extraño, aunque nunca se lo había preguntado. Hasta que
finalmente se lo propuso. Sin embargo el problema fue que cuando decidió ir a
preguntarle se había dado cuenta que dentro de pocos días debía volver a Buenos
Aires y que nunca le había contado a Matilde, es decir no tenía sentido perder
el tiempo en aquella absurda pregunta.
Finalmente llegó el día, tenía que volver a Buenos Aires y las
amigas se tenían que separar. La despedida entre Justina y Matilde fue
desgarradora, donde cielo y tierra se separaban mediados por un fuerte abrazo inolvidable
y con la angustia de nunca más volver a encontrarse, es más fue tal la
conmoción que generó el olvido de preguntarse en cómo seguir conectadas.
La vuelta a Buenos Aires encontró a Justina, casi desde el puerto,
con la recepción de un joven, amable y muy guapo, que evidentemente sería su esposo,
pero del que nunca estuvo dispuesta aceptarlo, por lo menos en su interior. Aun
así, se realizó su boda y tuvo una luna de miel por el mundo que duro dos años.
En aquel viaje un día mientras recorrían Londres, fue a caminar sola
para conocer algunos museos de la ciudad hasta que de repente mientras caminaba
por los alrededores de la abadía de Westminster se detuvo a ver una estatua que
descolocada de los jardines que rodeaban al palacio real. Era una figura de mujer que le resultó
familiar, al cual mas familiar le resulto que era Matilde. Ella estaba actuando
de estatua viviente lo último en obras artísticas de la época, donde una
estatua que jugaba con el paso del tiempo como deteniéndolo, aun así, el
encuentro y la obra no pudo frenar el fuerte abrazo y la alegría de volverse a
ver.
Matilde le conto que ha escondidas continuaba con sus estudios y
buscaba continuar con lo que le gustaba, el arte. Por su parte Justina, quien
no quiso contar su casamiento le indico que en realidad se encontraba de paseo
por Londres y que a la mañana siguiente partiría. Es así que quisieron
mantenerse comunicadas esta vez por medio de cartas. Fue allí que ambas
intercambiaron direcciones para poder comunicarse. Sin embargo, algo extraño le
paso a Justina ya que se dio cuenta que
en su jornada en Paris Matilde no vivía muy lejos de su estancia en la Sorbona,
cerca de la Via de Malesherbes, pero nunca se la había cruzado. Finalmente, no le importó, ya que podría estar
comunicada con su amiga, tenía la dirección.
Más allá de su alegría y euforia inicial, se dio cuenta que el papel
donde había escrito la dirección estaba borroso, no se podía leer con claridad.
Fue allí que busco direcciones parecidas, según lo que recordaba, para enviar
cartas: primero una vez por día, luego a la semana, al mes, cada dos meses hasta
que finalmente desistió. El destino las había desconectado nuevamente.
Pasaron unos años, Justina, todavía sin hijos, permanecía la mayor
parte del tiempo en su casa frente al río acompañada de sus criados, ya que su esposo
se encontraba la mayor parte del tiempo viajando por trabajo.
Fue así que una tarde de verano, cuando para distraerse decidió
suplantar a su criado en la recolección de la correspondencia y , para su
sorpresa, encontró una carta de Matilde, que decía que iba a estar en Buenos
Aires y que la visitaría en su casa. Sorprendida, la vio dos veces y con una
alegría contenida, pero como una niña que le esconde algo a sus padres, guardo
la carta donde no pudiera ser encontrada y les pidió a sus criados que durante
una semana no estén en casa, les daba el día libre y un jornal para que no
volvieran hasta que pasaran dichos días.
Es así que finalmente Matilde, un lunes de fines de verano, llego a
la casa de Justina y juntas comenzaron una semana inolvidable. Ambas paseaban juntas
todo el tiempo y disfrutaban de la bella costa del rio las noches estrelladas
que se veían desde los ventanales de la alcoba de Victoria y las tardes rojizas,
cuando comenzaba el ocaso, en el jardín donde Matilde a modo de broma hacía de estatua
a modo de recordar sus accidentados encuentros, como aquel que hizo que dos
almas que nunca nada las separaría.
Pero algo cambio todo, una tarde de manera inesperadamente el esposo
de Justina volvió a casa. El, al no encontrar en la puerta alguno de los
criados que le abriera comenzó a gritar llamando hacia el interior, sin
encontrar respuesta.
En el interior Justina al escuchar el ruido quedo atónita ante tan
inesperado suceso, es mas, le hizo recordar que nunca le había contado a
Matilde de su casamiento, tal es así que cuando miró a Matilde y abrió su boca
para explicarle quedo muda frente al frío rostro de Matilde quien, con un gesto
sorpresivo, pero también de tristeza miro a Justina a los ojos, y aceptándolo dolorosamente,
en silencio, se retiró por el jardín. Momento seguido, entró su esposo con una
expresión miedosa al no haber encontrado respuesta de nadie al ingresar y
exclamo:
-¡Justina!- al
fin, ¿ocurrió algo?, no hay nadie en la casa
- Justina, luego
de unos segundos respondió- no ocurrió nada es que quise estar sola y le dije a
los criados que se tomen unos días de descanso.
Su esposo, se relajó
y dijo - ah menos mal- Luego miró a Justina, quien parecía compungida, y la
abrazo. -Disculpas, disculpas por otro de estos largos viajes, hare todo lo
posible para que sean mas breves. Me alegro que no haya pasado nada.
Luego de estar
abrazos unos minutos- el esposo le dijo: ven acompáñame te he traído un regalo
Mientras
caminaban hacia la entrada y el ultimo rayo de sol se esfumaba el esposo iba
pensando preocupado de lo que había pasado recientemente mientras atrás de él
con un rostro triste lo seguía Justina, sin notar o negar la mirada triste de
la estatua de una bella mujer de color blanquecino, y que por la noches de verano cuando cae el
sol parece nuevamente cobrar vida, en la soledad de los jardines de la casa de
Justina.
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